Todo el pensamiento filosófico de la modernidad que acompañó y fundamentó la implantación de un nuevo modelo político y social puso el énfasis en la razón. El ser humano es un animal racional y es justamente esa diferencia específica, esa cualidad fundamental, la que lo dota de dignidad y de responsabilidad. La razón es lo que posibilita que seamos sujetos autónomos, liberados de relaciones serviles y que podamos firmar libremente un pacto social con el que quedamos comprometidos. En las sociedades modernas la razón es, por tanto, lo que justifica esa diferencia entre la minoría y la mayoría de edad en términos civiles. Los niños y niñas, los menores, no son ciudadanos en el pleno sentido, no lo son mientras no hayan desarrollado sus capacidades para ser racionales y, por lo tanto, libres y responsables. La reclusión de las mujeres en una minoría de edad civil, siempre vinculante solamente para bloquear el acceso a los derechos y a las libertades ciudadanas pero no para dejar de pedirles responsabilidad por sus actos, se ha acompañado de una construcción ideológica, de un imaginario patriarcal que ha infantilizado a las mujeres. Podemos rastrear a lo largo de los siglos XVII, XVIII, XIX y XX una persistente construcción de un relato sobre lo femenino destinado fundamentalmente a demostrar que las mujeres no son seres racionales. Las mujeres son, en el discurso patriarcal de la modernidad, eternas menores de edad.
En la actualidad siguen existiendo un sinfín de dichos, creencias populares e imágenes tradicionales de la feminidad que relacionan a las mujeres con el sentimiento frente a la razón, que identifican a las mujeres como seres sensibles, emocionales y pasionales frente al intelecto masculino. Podemos encontrar estas imágenes de lo femenino con un vistazo rápido a internet, en revistas para hombres o mujeres y en artículos pseudocientíficos de divulgación. Sin duda se trata de un reparto de papeles muy viejo, que viene de lejos y que tiene que ver con la función social que cumple en una sociedad donde la razón es el rasgo humano por excelencia.
Esta expropiación de las cualidades racionales de las mujeres está claramente explicitada en los textos de algunos de los principales filósofos de la modernidad y la Ilustración. Probablemente, uno de los filósofos que con más claridad expresó esta exclusión femenina de los principales valores humanos fue Kant, quien afirmó que las mujeres quedaban fuera de la ciudadanía por no ser propietarias y por depender civilmente de otros, es decir, de sus maridos. Esa dependencia económica y material suponía un impedimento para la libertad civil, pues no decida autónomamente sobre los asuntos públicos aquel cuya subsistencia básica está supeditada a la voluntad de otro. Dicho de otro modo, en un mundo en el que las mujeres estaban sujetas al dominio de sus maridos, darles voz y voto implicaba otorgar dos voces y dos votos a ellos. Tal argumento, sin embargo, tiene dos posibles finales. Kant podría haber dicho que para que las mujeres fueran ciudadanas de pleno derecho debían dejar de depende de otros y, por tanto, habían de tener acceso a la autonomía material y económica y a la propiedad. Lejos de eso, el filósofo alemán consideró la dependencia de las mujeres como un hecho inevitable en la medida en que las consideró menores de edad, pero no transitoriamente como niños, sino “por naturaleza”.
Rousseau, otro filósofo central de la modernidad, teórico del Estado y de la democracia, defendió que las mujeres no podían ser sujetos del contrato social ni participaban en la voluntad general de un pueblo. Las mujeres eran seres pre-civiles cuyo ámbito era el espacio privado del hogar y cuya tarea era ser reproductoras de ciudadanos. Por eso dijo que “la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre”. Como Kant, Rousseau defendió en su obra Emilio que las mujeres estaban limitadas por naturaleza para ser libres e iguales en el espacio público, y lo expresó claramente al afirmar que “el macho solo es macho en ciertos instantes, la hembra es hembra toda su vida”. La diferencia entre los hombres y las mujeres estribaría en la relación que unos y otras mantienen con su sexo particular. Mientras que la vida de los hombres solo a veces, en momentos puntuales, se ve influida por el hecho de ser varones, la vida de las mujeres se ve entera y definitivamente determinada por su sexo. Dicho de otro modo, dado que la sexualidad no es algo determinante para los hombres, estos pueden ser seres racionales y pueden participar en la vida pública como ciudadanos. Las mujeres estarían excluidas de los valores universales y de la idea de la humanidad porque su particularidad sexual inunda por completo su vida y las vuelve, por lo tanto, seres naturales y categorías biológicas antes que sujetos políticos e individuos.
Los filósofos del siglo XIX siguieron esta estela, contribuyendo a la misoginia. Hegel, Kierkegaard, Schopenhauer o Nietzsche son algunos de los autores que fundamentan la inferioridad femenina y su exclusión de los asuntos públicos a través de su vinculación natural con el ámbito de la familia y su naturaleza sensible, emocional y pasional. En resumen, podríamos decir que el principal objetivo del discurso misógino contemporáneo es la construcción de las mujeres como seres irracionales. Y esta irracionalidad que el patriarcado asigna a las mujeres tiene varias caras. Una de ellas es la consideración de las mujeres como personas volubles, sin voluntad firme ni determinación.
Otra cara es la consolidación de profundos prejuicios sociales a través de los cuales se mira a las mujeres siempre con la sospecha, a la vuelta de la esquina, de que están locas. La mujer desequilibrada e histérica es un lugar común, un estereotipo que reaparece constantemente, no solo en la vida cotidiana, sino en las palabras de jueces que dictan sentencias en la actualidad o de escritores consagrados que escriben novelas en nuestros días. La construcción de la figura de la mujer histérica ha sido también uno de los efectos más importantes del discurso misógino del siglo XIX. La histeria ha sido, desde la Antigüedad, el nombre usado para hablar de un mal femenino. En Grecia se relacionaba con el útero, y desde entonces hasta hoy puede seguirse el hilo de un relato sobre una enfermedad nerviosa femenina que durante el siglo XIX, en la época victoriana, tuvo un enorme protagonismo social. Los diagnósticos de histeria, donde se metían como en un saco todas las manifestaciones que supuestamente eran síntomas de enfermedad en las mujeres, llegaron hasta la época de Freud y, a pesar de que hoy día ya no tengan validez científica, la historia de siglos y siglos de una medicina que ha creído ver en las mujeres constantes síntomas de enfermedad mental sigue ejerciendo su peso. Artículo En España tenemos un dato que revela que en el ámbito de la salud mental hay un análisis de género pendiente: de los psicofármacos que se administran, el 85% se receta a mujeres, frente al 15% que consumen los hombres.
Esto puede deberse a dos causas principales. Por una parte, la desigualdad social y la exclusión que padecen las mujeres desembocan en problemas de salud, y también de salud mental. Muchas mujeres que sufren violencia machista, tanto física como psicológica, son pacientes de profesionales de salud mental y, efectivamente, el hecho de que la violencia sea soportada en silencio o sea vivida como un problema privado hace que estos males sociales se conviertan en males personales. Ante ellos, a veces las mujeres piden ayuda en las consultas más que en los tribunales. Pero el dato revela también un mayor desconocimiento por parte de la medicina de problemas médicos que no se diagnostican adecuadamente, revela una falta de perspectiva de género entre los profesionales médicos, que tienden a interpretar problemas sociales como malestares privados de las mujeres. Dotar a los y las médicas de perspectiva de género implica que aprendan a identificar, detrás del malestar de muchas mujeres, situaciones de violencia machista, no tristezas crónicas de mujeres desequilibradas. Puede que muchas mujeres, por supuesto, necesiten ayuda médica cuando son víctimas de violencia, pero implicar a los profesionales de la salud en la igualdad supone ante todo que identifiquen situaciones de maltrato en vez de ignorarlas, y que las consideren intolerables en vez de normalizarlas, que ayuden a las mujeres a salir de situaciones objetivas en lugar del recurso fácil de la receta de fármacos. En definitiva, hay que evitar la idea de que las mujeres tienen una mala salud mental por razones que guardan relación con ellas mismas y no con la sociedad en que vivimos.
(Clara Serra. Manual ultravioleta. Penguin Random House Grupo Editorial. Barcelona. 2019)