[…] Lo que este ensayo plantea a propósito del Linneo (siglo XVIII), o en torno a él, es la cuestión de la posición de mujeres y hombres en la naturaleza, y los efectos que sobre la identidad de todos nosotros tiene la utilización de categorías aparentemente neutrales, como “mamíferos, en lugar de otras posibles. La biología es un excelente vehículo de propagación de ideologías sociales, tanto más eficaz cuanto más desprevenido sorprende al lector respecto a su escondida carga ideológica. De entre todos los biólogos, Linneo es uno de los más excelsos. Pocos sabios han conocido en vida el prestigio que él consiguió. Si en otros cursos universitarios había cincuenta o sesenta alumnos, a sus clases asistían más de trescientos. Sus clases eran didácticas, novedosas y divertidas. Con frecuencia salía con sus estudiantes a recolectar plantas o continuaba trabajando con ellos fuera de sus horas docentes. Los reyes (entre ellos, el de España) se disputaban el favor de tenerle como invitado, o el de que enviase a alguno de sus ayudantes a dirigir los Jardines Botánicos y las expediciones científicas en busca de nuevos materiales. Linneo introdujo la clasificación moderna de las especies vegetales y animales, y delimitó el hueco que corresponde a la especie humana en el gran árbol de la vida. Sólo cien años después de que se publicase la décima edición del libro más famosos de Linneo, su Systema naturae, Darwin hizo la primera exposición pública de la teoría de la evolución, en la Sociedad Linneo de Londres, 1858. Con ello ponía punto final a un camino emprendido por sus precursores.
La tradición patriarcal ha creado lenguaje, inconscientemente, en todos los campos del saber, y es mucho más fácil recibir las palabras sin ponerlas a prueba que detenerse a analizar la historia social que encierran. Incluso, como vamos a ver, en un campo tan alejado aparentemente de la historia o la política como es la Biología. Quizá algunas personas les choque el título de este ensayo. Si se sorprenden, esa es precisamente la prueba de que hacía falta escribirlo, porque no debiera haber nada extraordinario en la asociación entre mujer y sabiduría, o entre varón y testículos.
1. El “homo sapiens” de Linneo.
1.1. El poder de la taxonomía.
Las nomenclaturas nunca son gratuitas, ni neutrales. Todas rezuman historia, y en tanto que históricas, son el producto de situaciones sociales anteriores.
El primer en utilizar la pareja de palabras “homo sapiens” para referirse a la especie humana fue el naturalista sueco Linneo (1707- 1778). Linneo firmó sus obras en latín como Linneaus, y después de su ennoblecimiento, como Von Linné, por lo que puede resulta confusa su localización entre esta tríada de nombres. La confusión en el propio nombre podría resultar muy embarazosa para una persona como Linneo, que siendo un niño pequeño ya demostró pasión por dar nombre a las cosas y clasificarlas con minuciosidad. Linneo, que ejerció como médico en Estocolmo y fue catedrático en la Universidad de Upsala, gozó en su época de un extraordinario prestigio internacional: sus discípulos, que a sí mismos se llamaban “apóstoles”, expandieron su sistema de clasificación botánico por todo el mundo. Tampoco le faltaron enemigos y detractores, que juzgaron su sistema clasificatorio fácil pero artificial.
De la ingente obra linneana, de sus viajes a Laponia y sus estancias en Alemania, Holanda e Inglaterra, no vamos a ocuparnos aquí. Tampoco de su vida personal, fácilmente accesible a través del libro de W. Blunt, El naturalista. Vida, obra y viajes de Carl von Linne (1701- 1778). Lo que nos interesa de Linneo es la superposición de distintos planos de actividad intelectual. En Linneo convive el más radical empirismo con un teleologismo también radical: en él se reunieron la capacidad de innovación y el conservadurismo intelectual, hasta límites que hoy resultan difícilmente comprensibles. Como a tantos hombres del Siglo de las Luces, le preocupaban temas como el lugar físico del Paraíso o las huellas del Diluvio Universal.
Siendo todavía muy joven, Linneo escribió la obra Sponsal-plantorum, que le valió las críticas de los timoratos porque demostraba la existencia y funcionamiento de órganos sexuales (estambres, pistilos) en las flores. Los órganos sexuales de las plantas eran los órganos esenciales, lo que las definían y diferenciaban de otras. Por motivo similar al que llevó a los contemporáneos de Galileo a ver un desafío político en las doctrinas heliocéntricas, a algunos coetáneos de Linneo les pareció indecente que pudiera hablarse de plantas monogámicas, poligámicas y hermafroditas. Temían que la constatación de esta variedad natural pudiese servir como justificación paras l relajamiento de las costumbres sociales; otros, simplemente encontraron ridícula la adaptación del vocabulario social a las plantas.
Blunt relata cómo Linneo, en su viaje a Laponia, vio colgada a un lado del camino una quijada de caballo, con los dientes desgastados, y se le ocurrió que “con que supiera cuántos dientes tiene cada animal, y de qué clase, cuántas manas y cómo se disponen, podría elaborar un sistema absolutamente natural para la ordenación de todos los cuadrúpedos”. Fue en 1732 cuando Linneo mencionó las mamas como un criterio relevante para la clasificación zoológica, aunque no tanto como los dientes. Esta idea no se le ocurrió de golpe, aunque la visión de los restos del caballo pudieran precipitarla, sino que fue el resultado de muchas observaciones y reflexiones previas históricamente condicionadas.
Hasta que Linneo hizo pasar a primer plano las mamas como señal distintiva de un tipo de animales llamados mamíferos, la clasificación en vigor de los animales era todavía la aristotélica, y el ser humano formaba parte de los cuadrúpedos, aunque en una posición diferenciada.
Desde el punto de vista estrictamente biológico, Linneo podía haberse fijado en otros rasgos morfológicos, como los testículos, aunque éstos tienen menor grado de variabilidad en los grandes animales que las mamas. Con independencia de su utilidad taxonómica, si Linneo hubiese elegido un elemento tan asociado al aparato reproductor masculino para referirse a este grupo de animales, habría resaltado la faceta animal de los varones, y eso es algo que a Linneo no se le podía ocurrir. Ni a él ni a sus contemporáneos; ni, todavía en la actualidad, a la mayoría de quienes usan para fines científicos un vocabulario cargado de historia y valores sociales sin reparar en las consecuencias que tiene para las personas sometidas a su escrutinio.
1.2. Los sistemas continuos y discontinuos.
La elección del lugar del hombre en la naturaleza ha tenido siempre un fuerte componente filosófico y político, y expresa tanto el conocimiento como los deseos. En la Historia Animalium de Aristóteles ya estaba implícita la idea de que los seres constituyen una cadena, aunque no mencionase expresamente el lugar del hombre en ella. La doctrina aristotélica del alma se transformó, por obra de los aristotélicos cristianos, en la idea del hombre dotado de “alma inmortal”. Había que aislar al hombre de la Historia Natural, reservarle una posición propia y aparte.
En la enseñanza escolástica, se aceptaba que el hombre es un animal, pero esta aceptación tiene un componente semántico diferente en las lenguas latinas y en las germánicas. En latín, el género “animal” incluye tanto a los hombres como a las bestias (los brutos), por lo que no resulta tan difícil aceptar la identificación del hombre (nivel superior o neutral) con los animales (nivel inferior) como sucede en las lenguas germánicas, en las que este matiz no existe. Para los escolásticos, el hombre era “sustancia corpórea, vivens, sentiens, rationalis” ( que vive, siente y razona” o, más resumidamente, un “animal racional”.
A la hora de situarse en la cadena de la naturaleza, Descartes (siglo XVII) y los cartesianos habían enfatizado el dualismo, rechazando que los animales tuvieran cualquier tipo de alma, ni siquiera inferior. Sin embargo, Linneo se opuso a que la zoología fuese la “ciencia de los brutos”, y abogó por un sentido más global, el de “ciencia de los animales”, que también incluyera al hombre. La base del sistema linneano se deriva de la lógica aristotélica. Prefería dar a sus éxitos una forma escolástica, argumentando a favor y en contra como un doctor medieval. Para él no representaba ningún problema el reconocimiento de la proximidad entre los monos y el hombre. Aunque se le ha acusado de fijismo, los estudios posteriores apuntan a que Linneo tuvo en este aspecto una posición más abierta de la que se pensó en un principio, aunque fue muy cauteloso en sus exposiciones públicas para no dar pie a que le identificasen como librepensador y despertar la hostilidad de los sectores más conservadores del clero.
1.3. Sirenas y golondrinas: la antropomorfización de la naturaleza.
En el siglo XVII hubo mucho interés por los seres monstruosos y las especies semihumanas, como por ejemplo las sirenas. Las sirenas despertaban interés no por sí mismas, sino por el papel que desempeñaban en una disputa epistemológica sobre el grado de relatividad de las definiciones de lo humano.
En este tema, Linneo mostró una ingenuidad poco coherente con sus otras condiciones intelectuales. Por ejemplo, fue capaz de descubrir, casi a primera vista, engaños de falsos animales disecados (una hidra de siete cabezas), o de rechazar como procedentes de criaturas marinas los restos de algunos animales ahogados, deduciéndolo por la falta de correspondencia morfológica y fisiológica de los restos o por la disfuncionalidad de los órganos. En cambio, aceptó hasta el final de sus días la creencia de que las golondrinas invernaban en el fondo de los lagos, idea que estaba muy difundida entre los campesinos suecos.
Su interés por las criaturas extrañas, singulares, iba mucho más allá de la curiosidad, incluso más allá de la curiosidad científica. Tenía que ver con otro tema, la cadena de los seres y los consiguientes problemas epistemológicos que plantea. Linneo se sintió fascinado por los casos raros o singulares (por ejemplo, los albinos), y aceptó trabajar sobre fuentes escasas y poco fiables, hasta el punto de dar nombre y clasificar a especies como el “homo caudatus” ( hombre con cola) o el “homo troglodytus” o “noctunus”. Sobre el hombre con cola escribió Linneo llamándole Lucifer y afirmando que, según sus informantes, estos hombres vivían en Java y en las montañas de Borneo.
A Linneo le interesaban los faunos, los sátiros, las esfinges y otras criaturas mitológicas; estas criaturas han tenido durante siglos existencia social, aunque no biológica, porque para quienes creían en ellas resultaban reales. No es fácil saber hasta qué punto Linneo se limitaba a tratar de explicar científicamente las criaturas mitológicas, lo que hablaría a favor de su modernidad como investigador, o realmente mantenía los mitos dentro de su sistema de clasificación, lo que indicaría poca capacidad de selección y criterio en su propia disciplina.
Estos “casos singulares” cumplen un papel importante en relación con las ideas de la evolución; si los hijos de padres negros son albinos, puede interpretarse como evolución, o sea, como Historia Natural; pero también puede interpretarse como enfermedad y excepción que no se consolidará. La elección entre ambas interpretaciones no es sólo científica, porque sus consecuencias son claramente sociales.
Hasta hace poco más de cien años, el aislamiento zoológico del hombre en el reino animal era suficiente para que se pudiera definir la especie humana por características puramente anatómicas. Actualmente, los paleontólogos han demostrado la existencia de homínidos erectos y con manos y es prácticamente imposible llegar a saber si tenían lenguaje oral.
En el trasfondo de esta fascinación, lo que se debate es el problema de las especies: ¿Qué papel desempeñan los datos “externos”? ¿Para el reconocimiento de que un ser es humano basta que haya nacido de mujer? ¿O hacen falta, además, otras características, como la racionalidad? En el caso de que por enfermedad (anomalías congénitas, locura, senilidad, etc.), un ser nacido de mujer carezca de razón, ¿es a pesar de todo racional? ¿Cuál es el estatuto de estos seres?
La respuesta a estas preguntas no era meramente una cuestión de ciencia y no importaba solamente a los investigadores. Según cómo se respondiera a ellas, la posición e temas tales como la administración de sacramentos había de ser de una manera u otra, y el asunto de los sacramentos ha sido tan importante en algunas épocas que ha motivado autos de fe, persecuciones y guerras.
La imagen de la gradación en la cadena de los seres adopta dos perspectivas. La primera es la proyección del hombre (o del varón) sobre el resto de los seres vivos (antropomorfización) y el reconocimiento de la afinidad del resto de los seres vivos con el hombre. En el polo opuesto a la antropomorfización y botanización, que son manifestaciones del gradacionismo, se encuentran los esencialistas.
En Linneo encontramos estos dos tipos de hábitos, como también en Aristóteles.
2. Algunas reacciones ante en “Sistema Natural” de Linneo: Kant y Bentham.
Los investigadores viven en un mundo relativamente pequeño de referentes, y la opinión de los miembros de este reducido círculo de iguales tiene para ellos-as una gran importancia. A Linneo le importaban, y mucho, las opiniones de sus colegas, pero tenía seguidores y detractores como es el caso de Buffon que no sólo discutió su sistema de clasificación botánico, sino que empleó armas menos elegantes llegando a ridiculizarle.
Otros científicos o filósofos fueron más cautos, como Kant, que sin duda prefirió en conjunto las propuestas científicas clasificatorias de Buffon. Aunque en algunas de sus obras Kant reconoce el valor histórico de la nomenclatura linneana, especialmente sus conceptos de género y especie, en la Crítica del juicio (1790), a propósito del fin último de la Creación, dice quejosamente que “según el caballero Linneo, el hombre puede ser visto sólo como un instrumento para alcanzar un cierto equilibrio ecológico”. Y es que la indagación sobre la finalidad por la que han sido creados los ser admite muchas vías, y quizá no todas deban ser tan antropocéntricas como las que los humanos hemos elegido.
Un siglo más tarde, en el XIX, Linneo seguía levantando pasiones intelectuales, y su nombre seguí siendo invocado para establecer genealogía y referencia. El jurista y filósofo moral ingles Bentham, que emprendió una obra de reforma en el campo de la legislación y en el de la moral, y cuyas teorías han sido esenciales para el desarrollo de la economía moderna, tuvo muy presentes, como modelos, a Newton y a Linneo. Reconocía a Newton como “reformador” en el campo de la física, y a Linneo en el de la botánica.
Para Bentham, la crítica estaba muy por encima de la mera exposición; el “expositor” se limita a explicar las leyes, mientras que el “censor” (término todavía entonces no degradado) se ocupa de cómo deben ser las leyes: posición que le conecta claramente con el criticismo kantiano.
Las nomenclaturas o sistemas de clasificación son importantes epistemológicamente porque se asocian al problema fundamental, que tanto preocupaba, y casi por las mismas fechas, a Kant y a Bentham: el de la “verdadera naturaleza de las cosas”, será en el plano científico (Kant) o en el jurídico y moral (Bentham). Kant contraponía las clasificaciones que él llamaba “ de escuela” o escolásticas, basadas en la memoria, a las “naturales”, basadas en la inteligencia. Las primeras describen las criaturas según nombres o títulos; las segundas, según leyes. A ambos, para conocer la “verdadera naturaleza de las cosas” les parecía esencial la teleología, que significa aplicarles la pregunta de su finalidad, de para qué fueron creadas.
Los científicos son clasificadores natos: clasifican todo lo que cae en su campo de atención, tanto si pertenece al reino de los vivos como al de los muertos, a los objetos o a las ideas. No hacen sino llevar a su vida profesional ese deseo de “orden y armonía” que también late en el viejo adagio de que “la mujer debe tener un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar” y que permite distinguir rápidamente al ama de casa primorosa de la desastrada por el modo en que dispone en sus armarios los productos de limpieza o las bobinas de distinto grosor y colores en la caja de la costura. Entre unas y otros no hay diferencias básicas, sino solamente de grado y contexto.
En definitiva, las clasificaciones son necesarias; pero pueden resulta muy engañosas, o dificultar ciertos tipos de investigación a la par que favorecen otros. Mientras Kant ponía en duda veladamente la clasificación de Linneo, Bentham reconocía expresamente su autoridad y la deuda con él contraída. En su opinión, sólo con una “buena y natural” clasificación, no meramente “técnica”, podría avanzar la ciencia y la jurisprudencia.
3. La esencia de lo masculino y lo femenino.
En la frontera del siglo XXI, la definición de la “esencia” de lo humano sigue siendo motivo de discusión entre filósofos, moralistas, legisladores y científicos. Es una cuestión de gran trascendencia para la gente común, y muy especialmente para las mujeres, aunque no se plantee de modo tan consciente y explícito. Del modo de resolverse depende en gran parte la actitud ante la planificación familiar, la ingeniería genética, la experimentación con embriones, la eutanasia o el aborto.
El problema de la esencialidad y la escala no se plantea solamente en relación con la posición del hombre en la naturaleza; también afecta a la definición de los hombres y las mujeres. Todos los problemas y debates epistemológicos a los que nos hemos referido a propósito de la definición de lo humano, se plantean de nuevo al aplicarlo a las semejanzas y diferencias entre hombres y mujeres. Usando las palabras de Kant o de Bentham: ¿Cuál será su “verdadera naturaleza”? ¿En qué medida les afecta el modo en que a través de los siglos se ha resuelto la pregunta sobre el fin para el que unos y otras han sido creados? Las respuestas, por lo que a los seres humanos se refiere, han sido bastante diferentes, como también ha sido el grado de teleologismo y los órganos o partes del cuerpo que se han considerado mejores exponentes de esa finalidad. Platón enfatizó las piernas porque permiten caminar erguidos, con la frente alta. Las piernas, a diferencia de las patas, permiten la existencia de manos. Aristóteles decía que pensamos porque tenemos manos y Galeno nos llamaba “homo faber” por la capacidad de construir cosas.
Sabemos que Aristóteles consideró que lo seres tenían alma, y que esa alma aristotélica se convirtió, por obra de los cristianizadores de su doctrina, en el “alma inmortal” que ha formado parte del conjunto de creencias básicas en la cultura occidental hasta la época contemporánea. La localización de la esencia en el “alma” no hace sino alargar un paso más la cadena de preguntas: ¿Dónde radica el alma? ¿Desde cuándo, hasta cuándo? ¿Qué sucede en el momento de la muerte? ¿Qué es, cómo pueden definirse y medirse la muerte y la vida?
En el Timeo Platón explicaba que el alma se localiza en la frente. Por eso, dice, levantamos la cabeza y caminamos erguidos, mirando al cielo.
Mucho más recientemente, el escritor José Saramago ha dedicado bastantes páginas a la reflexión sobre el alma, entre otras obras en su excepcional novela Memorial del convento. Si no es continuación directa del pasaje de Platón, esta novela es continuidad indirecta, porque como el propio Saramago ha manifestado repetidamente, todos los miembros de una sociedad heredan y participan del mismo sistema de creencias, aunque expresamente se opongan a ellas. Las mismas preocupaciones y autocensuras que hemos recogido a propósito de Galileo o de Linneo pueden haber facilitado que algunos debates intelectuales y morales tomen la forma de novelas, esto es, de creaciones literarias sin pretensiones de veracidad. En sus obras, Saramago ha planteado con la máxima profundidad, aunque en un contexto novelado, los problemas de la esencia y la circunstancia, de lo individual y lo colectivo, de la perfectibilidad, de la capacidad de conocer, y de la relatividad y mutua interacción entre el Mal y el Bien.
En lugar de situarla en la frente como Platón, Saramago la sitúa en el aliento, bajo la forma de una nubecilla blanca.
4. El que golpea primero, golpea dos veces.
La utilización del término “homo” para referirse a toda especie humana tiene algunas consecuencias que Linneo no pudo prevenir, porque no estaba en el aire de su época. Sin embargo, no reparar en estas consecuencias cuando se acaba de inaugurar un nuevo milenio significaría no estar a la altura del tiempo actual, retrasarse respecto a la época que vivimos. Si Linneo no hubiera sido Karl, sino Carola, probablemente se habría sentido tan incómodo en sus propias palabras que habría tenido que reflexionar e inventar algo para desembarazarse de esa sensación de hostigamiento. Eso es lo que sucede actualmente en los países anglosajones, en los que se está produciendo una paulatina sustitución de palabras terminadas en “man” para referirse a cargos ( chair-man, ombuds-man, etc.) por terminaciones en “person”, para no inducir a la creencia de que sólo pueden ser desempeñados por varones, o para facilitar la tarea y aliviar la tensión de las mujeres que acceden a desempeñarlos. Claro que esa circunstancia no se produjo en la vida de Linneo: ni siquiera tenemos constancia de que Fru Linné, su esposa, tuviera algún asomo de malestar al verse obligada a cambiar de nombre e identidad al casarse con Linné y tomar el apellido de su esposo. Para una persona como Karl Linneo, von Linné, tan amante de la taxonomía, que dedicó una energía tan considerable a clasificar y dar nombre a los seres que le rodeaban, hubiese sido muy desagradable tener que reclasificarse, reconocerse bajo otra apelación, con otra semántica, como consecuencia del amor por su esposa Sara Lisa Moraeus. ¿Podría imaginarse a sí mismo convertido en una segunda edición de su suegro, teniendo que modificar su firma o perdiendo el reconocimiento de la autoría de sus escritos previos, publicados bajo una identidad diferente?
Linneo, con toda seguridad, no fue consciente del impacto que para las mujeres y los hombres de los siglos siguientes iba a tener su selección de las características distintivas del Hombre, distanciadoras o asimiladoras respecto a otras especies. En su novedosa clasificación, Linneo delimitó una gran categoría de animales llamados mamíferos, los que “son amamantados”; es el amamantamiento lo que sirve a Linneo de señal de identidad principal, lo que iguala a los humanos con otros animales próximos, como la oveja, el dromedario o el perro.
La especie humana podría haberse denominado por referencia a los varones, a las mujeres o a un indeterminado que integrase a ambos. Evidentemente, la especie no se ha denominado por referencia a las mujeres, pero tampoco por un indeterminado que cubriese por igual a los dos géneros. Al elegir el “homo” como representante de mujeres y varones, y al ser “homo” al mismo tiempo una representación específica de los varones, pero nunca de las mujeres, se ha introducido una ambigüedad semántica y una subsidiaridad fastidiosa que trae hasta la Modernidad y los sustratos de la Ciencia actual una larga retahíla de viejos cuentos y viejos agravios. Ahí asoma la nariz la historia del Génesis, contando a una generación tras otra, metafóricamente, que el varón nació del barro primigenio, criatura directamente salida de la mano del creado, en tanto que la mujer nació ya de una creación de segundo grado, como costilla o derivado del primero. También asoma el recuerdo de Aristóteles y su Historia de los animales, que sobrevivió al derrumbe medieval de la cultura grecorromana a través de la cultura árabe y perpetuó para el mundo occidental, prácticamente hasta hoy, la idea de que en la procreación las mujeres no aportaban vida, sino simple territorio nutricio.
Habría podido Linneo, con la misma lógica y evidencia, elegir los testículos en lugar de las mamas para señalar nuestro parentesco con otros seres vivos. Nada, salvo la ideología, se le impedía: porque son naturales y necesarios a nuestra especie tanto los testículos como las mamas. ¿Por qué Linneo eligió los atributos más visibles de las mujeres en lugar de los atributos masculinos? Podemos suponer diversas razones para ello, pero lo incuestionable es que su elección ha sido aceptada por la comunidad científica y hoy forma parte, con toda “naturalidad”, del modo en que nos vemos y clasificamos a nosotros mismos.
Probablemente, a Linneo le pareció “natural” o “normal” asociar la especie, en su entorno animal, con un rasgo femenino tan claramente visible como las mamas, necesarias para el mantenimiento aunque no para la procreación de la especie. Sin embargo, a la hora de encontrar un rasgo, una identificación o una palabra que resaltase los aspectos más elevados de la especie humana, Linneo eligió la capacidad de conocer, y nos bautizó a todos como integrantes de la gran familia del “homo sapiens”, aunque en su honor haya que reconocer que dentro del “homo” incluyó otras varias especies además de la nuestra. Podría habernos reconocido por la genealogía de la madre, la que ya resaltó por referencia a las mamas: pero no lo hizo. Podríamos haber sido (¿lo seremos, tal vez, en otros lenguajes, o lo serán quizá en épocas venideras? ) conocidos y clasificados como parte de la gran familia de la “femina sapiens” ( o como mejor se exprese esta idea en el macarrónico latín de los científicos naturales). Pero no ha sido así.
Para Linneo, la categoría homo era amplia y cobijaba otras especies además de la nuestra. Nunca se planteó la posibilidad de excluir a las mujeres de la categoría de los sapiens, pero tampoco se le ocurrió nunca que al calificar a toda la especie como “homo” creaba identidades y desidentidades de base semántica. ¿Qué le impedía calificar la especie humana, igual que cualquier otra especie, con el nombre de las hembras en lugar de con el de los machos? ¿Por qué no imaginó un nuevo sistema de clasificación que comenzase por la femina sapiens, incluyendo en ella a los machos de la especie? Obviamente, no fue por algo que tuviese que ver con la biología, donde tanto podría utilizarse una opción como otra, en el supuesto de que no quedara más remedio que realizar opciones. La idea de nombrar la especie como homo le llega a Linneo con tanta naturalidad que ni siquiera se da cuenta de ello. Es la herencia aristotélica y judeocristiana de que el varón es el primer creado (Génesis) o el ser completo (Aristóteles). La mujer es para Linneo, inconscientemente, la segunda en el orden de creación, el ser incompleto: es lo que Simnone de Beauvoir nombraría, ya en el siglo XX, El segundo sexo. La femina sapiens no podrá ser un calificativo “natural” hasta que no se entierren las obras de tantos fundadores que disociaron ambas ideas, haciéndolas aparecer como antitéticas y utilizándolas como motivo de burla: por ejemplo, el muy racionalista Molière, en Las mujeres sabias, o nuestro muy irónico Quevedo en La culta latiniparla (1626).
De este modo tan poco sometido a crítica científica, Linneo puso en circulación un lenguaje que pronto fue adoptado por la comunidad científica internacional. Luego pasó al lenguaje común y cotidiano, y ahora forma parte del currículum educativo de los niños y niñas en la enseñanza de las Ciencias Naturales. Les guste o no, si quieren aprobar la asignatura de Biología tendrán que introducir la terminología linneana en el modo de referirse a sí mismos/as.
Aristóteles o el propio Linneo hubieran dado un salto en sus asientos si alguien les propusiera nombrar la especie humana como femina sapiens, o como homo testiculans; pero, a fin de cuentas, sería sólo el reverso de la medalla de lo que ahora tenemos que aprender y difundir las mujeres sin que se nos mueva al leerlo ni una pestaña.
( Durán, María Ángeles. Si Aristóteles levantara la cabeza. Ediciones Cátedra. Feminismos. Madrid. 2000)